Decía el filósofo y teólogo holandés Baruch Spinoza (1632-1677), cuya Etica es una de las más grandes obras del pensamiento universal, que la alegría acompaña al ser humano en “el paso de una menor a una mayor perfección”. Spinoza entendía que la realidad era, en sí, la perfección y, por lo tanto, hablaba del paso de un nivel a otro de la realidad, de una profundización de la conciencia, de una conversión paulatina de nuestras potencialidades existenciales en actos existenciales. Tanto él como Grün parecen coincidir en algo: el despertar de la alegría, una facultad que está en nosotros, es siempre la consecuencia de un modo de vivir. Nadie es alegre. No lo seremos porque tengamos la sonrisa a flor de labios, porque al levantarnos juremos que hoy le pondremos al mal tiempo buena cara o porque, simplemente, nos definamos como personas alegres. Así como los árboles no empiezan su existencia por la fronda sino por la raíz, la alegría no nace de la voluntad ni de una declaración, sino que proviene de nuestro modo de estar en el mundo.
No se trata de vivir para estar alegre, sino de sentirnos alegres por la vida que vamos eligiendo.
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